Banco de plaza
La claridad escapándole a la persiana, alumbra la habitación y le devuelve como todas las mañanas su frescura. Mis ojos titilan y el sueño, o más precisamente su modorra, no me abandona. Así, como un zombi, me levanto.El agua fría borra las telarañas de mis ojos, que comienzan a distinguir la ya conocida realidad. Me encamino hacia la cocina, donde aguardan con suma impaciencia el mate, la pava, la radio,...; enciendo la hornalla. Lleno la pava de agua, en su fondo un carretel de madera danza contra el sarro, para perderme definitivamente en el sagrado ritual del mate, amargo como siempre.
La radio murmura e invade mis oídos de noticias, me entristezco.
Al salir a la calle, los rostros con sus rasgos matinales, con esa sensación que perdura como el gusto del dentífrico después de habernos enjuagado la boca, parecen no mirarme. En la avenida todos caminan incoherentemente; ante mi vista, el desorden. Me interno en el centro, no sin antes haber revisado la pasividad de las palomas que vuelan de la plaza a la Catedral y de la Catedral a la Municipalidad, para luego volver a caer en la plaza, en sus fuentes. Los jubilados las disfrutan.
En el centro el desconcierto es aún mayor, los sacos y las corbatas atropellan al resto de los transeúntes que, de puros apurados los ignoran. La ciudad observa pasivamente la locura en su interior y con los ojos llenos de lágrimas calla. Llovizna.
Harto del desconcierto general, entro en un bar, respiro hondo y pido un café con leche con cuatro medialunas - pedir tres sería corroborar la rutina -. El mozo escuchándome, pierde su vista en las faldas cuadrillé de las colegialas que a través de la ventana pasan desfilando por la alfombra de hojas muertas regadas en la vereda; desconcertado se encamina hacia la cocina. En la mesa contigua un caballero ojea el diario, como para dejar pasar el tiempo que lo dista de su pedido. Más allá, en el rincón que forman la unión de las paredes, y bajo una barata imitación de un cuadro de Picasso, una pareja, sin enterarse de mi insolente e inescrupulosa mirada, se mima, se abraza, se besa. Es curiosa la facilidad con que el amor encuentra lugares oscuros y alejados en medio de la multitud.
El panorama en mis ojos, gira al compás de mi cabeza tratando de seguir escudriñando el lugar. Junto a la ventana un hombre, ve pasar el frío que se marca en los rostros de los peatones. En el otro extremo del bar, una ventana se dibuja en la pared e ilumina una mesa vacía.
Ahora en mi mesa el café con leche, como antes en las otras el submarino, el cortado... Mi primer sorbo es tímido, como para ver que tan caliente está el líquido. Las medialunas esperan mi arremetida.
Ya sucedieron largos minutos desde que comí mi última medialuna; busco en mi bolsillo y dejando como al descuido el dinero en el borde de la mesa de cedro que, durante mi permanencia había sostenido mis codos, me voy.
En la puerta del bar me detengo, miro hacia la derecha, hacia la izquierda, no decido que dirección tomar. En ese momento una dama pasa hacia mi diestra, ésta es la forzada elección. La sigo desde atrás y veo el contonear de sus caderas como una incitación al dialogo; aligero el paso, ya casi está a mi alcance. Al ponerme a su par, lo terrible, lo inesperado sucede, sus labios se estiran y tocan con suma delicadeza el rostro de un intruso. Destrozado, sigo detrás de otras caderas...
Ya transcurrida la mañana y pasado el almuerzo, distingo en una vidriera, un libro de Cortázar de llamativa tapa amarilla. Entro y lo compro pensando en el banco de plaza en el cual me voy a recluir para leerlo.
Abstraído por la lectura, como debe ser, pasé toda la tarde. Lo único que me hizo advertir esta situación, fue la merma de luz que hacía esforzar mi mirada y engordar a mis pupilas, para poder terminar los últimos párrafos de aquel desesperado suspenso, que se origina en uno, por no poder descifrar el final sino hasta haber llegado a él.
Cerré la contratapa satisfecho de mi lectura, agité la mano con el clásico gesto del que va a mirar la hora y lejos de la sorpresa por la indicación de las agujas - las nueve y diez - me encaminé a casa, no sin antes dejarme seducir por las luces del centro y abandonarme al destino de sus calles.
El sueño comenzaba a hacerse presente, paré un taxi. En casa, cené lo que había sobrado del día anterior y desnudé mis pies, exhaustos del trajín y de los apretones que les habían propinado mis zapatos nuevos. Lentamente me desvestí. En la cama agradecí no haber muerto.
Norberto.