Thursday, February 22, 2007

Los pasteles

El olor a frito saturaba el ambiente. La mujer, maltratada por los años, bañaba en aceite los pasteles ocres con la ayuda de un viejo tenedor. La niña jugaba con sus chiches caseros, propios de los que el dinero forma parte de una ausencia más en sus vidas. La percha, el auto más perfecto para la imaginación de un niño, corría a gran velocidad sobre la pista de cobija apolillada, cuyas curvas formadas por cajas de fósforos eran más bien cerradas. Él, se extendía en la silla, que con su chirrido lo distraía de su angustia de no ser, o de ser tan liviano que daba asco.
El almíbar endulzaba los pasteles, de igual forma que aquella fotografía familiar agriaba su angustia. En él se mezclaba el orgullo de lo que veía, su mujer, su hija, con la frustración de no ser. Se odiaba. Sabía que su humilde trabajo no alcanzaba para regar de alegrías y confort su mugrienta cocina. La radio, se quejaba desde el borde izquierdo del estante gris; en el borde derecho, junto a un florero improvisado y bajo la flor marchita, el último de sus cigarrillos, guardado con un esfuerzo y cuidado asombroso desde hacía unos días para el partido de esa tarde, lo llamaba con singular belleza. Una somnolencia absurda lo dominaba hasta ponerlo totalmente nervioso, el odio lo volvía a contener. Se despreciaba. No toleraba no poder ser quien había soñado ser. Mucho menos soportar la impotencia de no ser siquiera el padre de familia que había imaginado; lo que le conducía a ser uno más, un común, un vulgar, un simple empleado sin futuro; una persona como tantas otras, un cordero más esperando ser carneado como tantos otros. Pero esas personas, ¿son felices con lo suyo? , se preguntaba a diario y sufría con su inconformidad, con su brutal condena de vulgaridad.
A su lado veía caer a los ancianos lastimados por el tiempo de trabajo honrado y meticuloso. Yacían allí, años; hasta que alguien venía a llevarse los huesos limpios de amor y de gusanos. Él, no quería terminar así. Deseaba otra forma de vida, en la que se pudiera ser feliz con lo que él ahora poseía. Pero su ambición lo vencía, y desde la caja luminosa se le endulzaba el hambre de confort, insistiéndole con gestos posesivos, casi elocuentes, que superioridad propiamente dicha, tiene que ver directamente con lo material que se posee. Y lo espiritual ¡al carajo! Sus ojos esféricos, inexpresivos, se perdían en las torpes y triviales escenas familiares.
“Los hombres ya no disfrutan de los árboles - pensaba -, de los bosques, las nubes, las plazas, las tetas, ni el hermoso e infinitamente breve silencio ciudadano. Pareciera que tuviese la necesidad del alarido constante en el tímpano.” A la vez que dejaba caer su alma al suelo, para escuchar su silencio.
“La soledad, el pensamiento. De pronto la verdad, con la sutileza de una escupida en la cara, de un martillazo en el corazón, nos sacude; nos deja solos como el pobre muerto con su etiqueta en el cajón. Solos como una rata.”
Tras esta idea una pregunta lo confunde. ¿Será la vida otra cosa que la espera más o menos activa de la muerte?
De repente comienza a descifrar su ambiguo pensamiento. El rojo se apodera de las nubes grises, como pretendiendo taparlas de su vergonzosa tristeza. Por el horizonte rayaba el sol con su mezcla de amarillo-naranja poniéndole fin a este intento de posesión. El celeste se regó a la altura de sus ojos, el algodón no pudo esconderse. Su pensamiento era tan claro como un amanecer.Al levantar la cabeza, los pasteles listos aguardaban en el plato rajado en el centro de la mesa. Él con rictus en el rostro sirvió el primer mate a su esposa y cogió un pastel.

Norberto.